Comentario
Si durante la primera mitad del siglo XVIII la agricultura conoció una cierta expansión, fue a partir de la década de los ochenta cuando las malas cosechas se hicieron más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las carestías y las crisis de subsistencia, efectuándose algunos tanteos para ir introduciendo la patata como complemento dietético. En 1797 el Semanario de Agricultura informaba de experiencias efectuadas en algunos lugares de Andalucía sobre la elaboración de pan de patata: "con el auxilio de esta excelente raíz ningún pueblo se debería quejar en adelante de falta de subsistencia, si bien la generalización del consumo humano de la patata no se daría hasta la siguiente centuria".
El origen de este bloqueo agrario hay que buscarlo en la falta de flexibilidad del marco productivo, en la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco evolucionados y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las carencias estructurales del agro español. Los logros de la política agraria fueron modestos por la resistencia de los poderosos y por la falta de voluntad de los gobernantes, poco proclives a cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental.
Las innovaciones tecnológicas fueron tan escasas que tuvieron una nula incidencia en la productividad agraria. Los intentos de reformas técnico-agronómicas difundidos a través de las Sociedades Económicas de Amigos del País no alcanzaron resultados prácticos al plantearse como objetivo aumentar los rendimientos sin alterar el marco jurídico-institucional. El utillaje se siguió basando en herramientas antiquísimas dominadas por el arado de modelo romano, la carreta, el trillo para separar el grano de la paja, la guadaña y la hoz para la recolección del pasto o el cereal, y la azada, la laya, la pala y el azadón para remover manualmente la tierra. Los profesores Alvarez Santaló y García-Baquero, en un estudio realizado en las tierras sevillanas entre 1700 y 1833 lograron consignar más de 300 arados, pero de tan nutrida muestra sólo localizaron la existencia de un arado inglés en 1801.
Las técnicas agrícolas siguieron ancladas en la rutina. La utilización del barbecho suponía una reducción muy considerable de la superficie cultivada, que se puede estimar en la mitad, pues se dejaba descansar la tierra cada dos años (el llamado sistema de año y vez) o se sembraba una vez cada tres años (conocido como al tercio). El campesino seguía sembrando a voleo, y el abonado era un recurso bonificador sólo utilizable en las huertas por lo limitado del estiércol animal.
Sin novedades perceptibles en el utillaje ni en las técnicas agrarias, el aumento de la producción sólo fue posible mediante la ampliación de la superficie cultivada. La roturación de tierras yermas fue un fenómeno característico del Setecientos español, que si bien posibilitó un crecimiento de las cosechas en la primera mitad de siglo generó su propio bloqueo una vez alcanzados ciertos límites, dando pruebas de agotamiento. En Andalucía, por ejemplo, la producción cerealista, cuyo dominio en el conjunto de la agricultura de la región era aplastante, quedó estancada en los últimos treinta años del siglo, y el crecimiento de la producción de aceite fue casi inexistente, siendo el olivar un 10 por ciento de la superficie cultivada. Andalucía tuvo que acudir al recurso de la importación de grano por vía marítima para paliar un déficit que se hizo crónico a finales del siglo XVIII.
En el interior peninsular, la producción de grano siguió una evolución similar: aumento hasta mediados de siglo, malas cosechas en la década de los sesenta y estancamiento hasta el inicio de la Guerra de la Independencia. Según García Sanz, la producción media anual de trigo en tierras de Segovia en la última década del siglo era similar a la de los años ochenta del siglo XVI, mientras que en otras comarcas de gran tradición cerealística, como Palencia y Tierra de Campos, los incrementos eran únicamente del 7 y del 12 por ciento respectivamente para las mismas fechas.
¿Cómo explicar un balance tan pobre transcurridos doscientos años, y después de aplicarse por los gobiernos borbónicos una política pretendidamente reformadora? Son varias las causas que explican la situación de bloqueo al que había llegado la agricultura española a fines del Antiguo Régimen. Entre ellas destaca que el crecimiento se basara en la extensión de la superficie cultivada, sin innovaciones técnicas, lo que inducía al aumento de los costos de producción al tener que aplicar mayor cantidad de trabajo a la actividad agraria. Los rendimientos se veían comprometidos al roturar con frecuencia tierras marginales, siendo habitual encontrar rendimientos medios para el trigo del seis por uno. Otras variables de contenido estrictamente económico jugaron un papel importante. Los precios fueron determinantes, por ejemplo, en las dificultades por las que pasó el viñedo a fines de siglo, con un descenso de rentabilidad de las explotaciones vitícolas que sólo en Cataluña pudo compensarse con la comercialización del aguardiente en el mercado colonial. Según Torras Elías, las exportaciones de aguardiente a América desde Barcelona alcanzaban el 30 por ciento del valor de los envíos por aquel puerto entre 1785 y 1796, si bien a partir de ese año, con el cierre de los mercados ultramarinos a causa del conflicto con Inglaterra, el precio del aguardiente sufrió un desplome espectacular.
Sin embargo, el factor más activo en la ralentización primero y el posterior estancamiento de las cosechas, hay que buscarlo en la rigidez de la propiedad de la tierra, verdadero nudo gordiano de la cuestión agraria que los ilustrados se vieron imposibilitados de cortar. El modelo de propiedad, con un 60 por ciento de las tierras en manos de los estamentos privilegiados, y en su mayor parte vinculada o amortizada, se mantenía en toda su plenitud en las coordenadas tradicionales, sin que las reformas ilustradas lo rozaran más que débilmente. Los impresionantes patrimonios de los duques de Medinaceli, Osuna o Arcos eran, tan sólo, cimas eminentes de una distribución de la tierra profundamente desigual que producía unas relaciones sociales que frenaban el desarrollo de las fuerzas productivas.
El excedente agrario pasaba a la nobleza y a las instituciones eclesiásticas por concentrar en sus manos gran parte de la propiedad, pero también por mantenerse vigentes y plenamente operativos los mecanismos jurídico-institucionales que permitían la apropiación por aquéllos de gran parte de la renta agraria. Los diezmos detraían para la Iglesia un porcentaje muy significativo de la producción bruta agraria, hasta el punto que aportaban hacia el 90 por ciento de los ingresos de importantes obispados españoles, como el de Segovia. La fiscalidad señorial, no demasiado gravosa para el campesinado, sí suponía un motivo de irritación por su molesta complejidad, sobre todo en regiones, como Andalucía y Valencia, donde a fines del Antiguo Régimen el régimen señorial estaba en toda su plenitud. Pero era el arrendamiento el sistema más común para obtener la mayor parte del excedente. Al ser un contrato limitado en el tiempo, habitualmente seis años, y susceptible, por tanto, de ser actualizado, era una garantía contra las posibles alteraciones del nivel de precios. La amenaza de aumento de la renta y el desahucio pesaba en todo momento sobre la actividad del campesino arrendatario.
Por tanto, quienes dominaban la propiedad de la tierra y se apropiaban de buena parte de la renta agraria -la nobleza y la Iglesia- no se hallaban estimulados por ningún empeño empresarial que les condujera a transformar su renta en capital. Por el contrario, contaban con el instrumento de la vinculación y la amortización para perpetuar un sistema social que les otorgaba el control sobre los factores de producción.
El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: los niveles productivos se hallaban estancados desde que se inició el último cuarto del Setecientos; no había surgido un número importante de labradores acomodados; ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que, por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la denominada cuestión agraria adquiriera la condición de protagonista privilegiado en los afanes de la revolución liberal por enterrar definitivamente el Antiguo Régimen. El crecimiento de la agricultura y el aumento de su producción exigían un marco de relaciones sociales completamente distinto al hasta entonces vigente y la abolición del marco jurídicoinstitucional que lo había amparado y protegido.
En cuanto al sector pecuario, la ganadería trashumante fue la más afectada antes de 1808. El comienzo de su declive se produjo a partir de los años setenta, como consecuencia de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los primeros, Angel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos e incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotización de la lana. Entre los políticos, el más importante fue la retirada del favor real y el inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio de los labradores, permitiendo la roturación de pastos, dehesas y vías pecuarias, labor en la que destacó Campomanes como presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 y 1782, si bien la caída definitiva de las lanas españolas no se producirá hasta la Guerra de la Independencia. La pérdida de privilegios o su desacato sin sanción, una vez que se suprimieron los alcaldes entregadores, llevaron a muchos ganaderos a abandonar la organización al no encontrar en ella ninguna ventaja.